Es muy probable, que al menos en el momento histórico actual, tanto en el ámbito de la conciencia colectiva como en el especializado, no exista una confusión mayor y más absoluta que la relativa al concepto de Yo. La filosofía, pero sobre todo la psicología y el psicoanálisis, son los responsables directos de este estado de cosas, habiendo avalado cientos de autores y teorías que, en pleno y total desacuerdo entre sí, han utilizado, y siguen utilizando, los mismos términos para definir una realidad del todo diferente. El resultado es que precisamente esa instancia interior que el hombre moderno contemporáneo debería ser capaz de percibir y sentir con la máxima inmediatez, confidencialidad y armonía, que es su propio Yo, ha terminado relegada a un limbo conceptual abstracto en el que todo el mundo -asumiendo que lo perciba — le atribuye la naturaleza que cree: material para algunos, psicológica para otros, espiritual para otros todavía. Diatriba inútil en retrospectiva, ya que las tres posiciones son el resultado de pensamientos y reflexiones abstractas que no conllevan ninguna consecuencia ni en el nivel de la vida práctica ni en el de la vida interior. Casi ninguno de los que usan y abusan de todas estas palabras —Yo, Superyo, Ego, Complejo del yo, Sí mismo, Yo fenoménico, Yo espiritual— nunca han tenido experiencia directa de ellas, sin embargo hablan de ellas con convicción de causa, a menudo oponiéndose los unos a los otros y contribuyendo a aumentar exponencialmente la confusión. Esto podría parecer una cuestión de relativa importancia… pero no lo es, porque la época que atravesamos se caracterizará cada vez más por un ataque masivo del Espíritu de los Nuevos Tiempos (Ahriman) precisamente sobre las fuerzas del Yo. Y qué mejor estrategia si incluso antes de desplegarse en toda una serie de ofensivas (drogas químicas, adicción a Internet, mentiras mediáticas, ignorancia generalizada, terrorismo, etc.), el Enemigo creyera oportuno relativizar y dispersar esa experiencia de auto- percepción, como sujeto ontológico absoluto, que todo hombre moderno debería tener ahora a su disposición.
Por supuesto… así las cosas, este mismo discurso mío encajará en un pandemónium teórico en el que sin duda se perderá, mezclándose con otros sólo aparentemente similares. Creí, sin embargo, que debía hacerse, pudiendo tal vez inspirar a algún investigador escrupuloso que, partiendo de su propia experiencia personal significativa, quisiera justificar el nombre que se atribuye a sí mismo cada vez que se dice «yo».
Partiendo de una visión del mundo ya declarada -la Antroposofía de Rudolf Steiner – me abstendré de profundizar en los méritos de mis creencias y comenzaré esta discusión con una afirmación que, espero, no será considerada provocativa: el yo de todo hombre es de naturaleza extra-terrestre! En el sentido de que no se forma, ni siquiera se produce por las fuerzas activas en la esfera de la naturaleza terrenal, sino que desciende de esferas cósmicas ajenas al tiempo y al espacio. La palabra «desciende» es metafórica e indicativa, pero creo que es la mejor que puede describir el evento del abandono temporal del Yo de la patria espiritual y su entrada progresiva en la esfera de influencia de las fuerzas terrenales.
A este respecto, quisiera recordar de paso las palabras de Cristo y relatadas en los Evangelios: «Mi Reino no es de este mundo»… y de nuevo: «Vosotros no sois de este mundo».
Por tanto el Yo no es terreno, sino que desciende de los mundos espirituales y tras pasar por una serie de zonas intermedias, se encontrará finalmente con el organismo terreno que los dos padres han puesto a su disposición. Con esto, comienza a padecer plenamente la influencia de las fuerzas terrenales que extinguirán su conciencia espiritual anterior para atarlo a los sistemas neurosensorial, rítmico y metabólico del organismo al que ha descendido. Con la inmersión en una corporeidad humana, el yo pierde entonces la conciencia de sí mismo y de su propia naturaleza originaria, y su tarea será encontrarlas de nuevo en un medio hostil que hará todo lo posible por impedirlo. Es importante comprender la duplicidad de su tarea: para remontar las dimensiones por las que acaba de descender, el yo primero debe reconocerse como sujeto en el plano terrenal ordinario (yo reflejo) y sólo entonces intentar captar su naturaleza suprasensible. En los casos en que no se respeta este orden y la naturaleza espiritual del yo aparece prematuramente en el plano terrenal (es decir, antes de que se haya formado y fortalecido la autoconciencia ordinaria), la individualidad se arriesga a la locura. Por eso es esencial y propedéutico que el Yo penetre en el ámbito de las fuerzas terrenales que ejercerán sobre él toda la hostilidad de que son capaces.
La hostilidad está aquí representada por la evidencia libre de los datos sensoriales y por su composición en configuraciones de realidad desprovistas de la corriente del pensar viviente que ha contribuido a construirlas. La configuración, al final del proceso, aparece completa y hermosa ante la conciencia, y por lo tanto, ésta permanece ajena al trabajo realizado para crearla. Sin embargo, al contraponerse como «otro» a las configuraciones de la realidad que finalmente lo rodearán, el yo adquirirá una primera y elemental autoconciencia. “Si no soy el cuerpo materno, ni el paterno… si no soy la cuna en la que duermo, ni el biberón en el que bebo, si no soy el juguete con el que juego, ni la ropa que me pongo , ni la habitación en la que me muevo… entonces… entonces, ¡yo soy yo!
Con extrema precisión, en efecto, se podría captar el momento exacto en que el niño pasa de la percepción de sí mismo como objeto entre los objetos (declarando, por ejemplo: ¡el niño quiere agua!), a la experiencia de sí mismo como sujeto interior ( declarando: ¡Quiero agua!).
Éste es, en una breve síntesis, el proceso que realiza esta elemental primera toma de conciencia, pero que necesita, para realizarse, de una compleja serie de ayudas emocionales, cuando menos, imprescindibles. Contribuciones tan delicadas que su menor desatención traerá consecuencias desastrosas en el futuro de esa individualidad que habrá tenido que renunciar a ellas o aceptarlas tergiversadas.
Para hacernos una idea aunque sea aproximada, tenemos que empezar de lejos, y empezar a prestar atención a lo que sucede en el mundo animal: tratemos de observar detenidamente el nacimiento y el desarrollo temprano de cualquier caballo, elefante, morsa, águila u otro. Inmediatamente notaremos que, por pequeños, inexpertos o indefensos que sean, el único problema de los cachorros de animales es crecer, fortalecerse y aprender algunas estrategias de comportamiento del grupo. De hecho, sin embargo, desde el momento en que un animal emerge de la placenta o del huevo que la contenía, es y será, a todos los efectos, un caballo, un elefante, una morsa o un águila. La mayoría de las características de la especie son innatas y ninguna fuerza en la tierra podría jamás hacer una morsa de un caballo o un pato de un águila. Ningún ‘yo’ encarna en un solo animal que más bien, como tal, tiene un Yo grupal. Una «entidad yo» que no desciende al plano terrenal sino que, desde el plano astral, coordina a todos los organismos animales que le pertenecen.
Rudolf Steiner observó una vez, invitando a sus oyentes a una reflexión sin escrúpulos pero sobre todo artística, que nunca se podría escribir una verdadera «biografía» de ningún animal vivo en la naturaleza. La historia biográfica sólo es posible en el ámbito humano. Por muy diferentes que sean los acontecimientos vividos por un animal, en realidad, por larga o corta que sea su vida, en el fondo siempre será muy parecida a la de cualquier otro ejemplar de la misma especie. Porque todos se refieren a un solo Yo grupal (o de especie).
No es así para los seres humanos. En efecto, cuando un niño emerge del vientre de su madre, lo que nace es un organismo el cual deberá ser ayudado a acoger al yo que desciende de los mundos espirituales para tomar posesión de éste. Una ayuda indispensable que, como veremos, debe ser puesta a disposición por el entorno humano significativo en el que nacerá el niño. De hecho, el cachorro humano necesita miradas que se posen en él , gestos que lo manipulen, voces que lo ayuden a definir el mundo que lo rodea, atmósferas emocionales que lo inciten a creer en su propia singularidad indispensable. . Si estas ayudas no se dieran, si faltaran por completo, incluso frente a los cuidados básicos y el sustento alimentario (como, de hecho, ha ocurrido en el curso de la historia humana en algunos casos límite de niños mantenidos con vida por animales), ese niño nunca más -y me gustaría subrayar esto nunca más– podrá desarrollar su humanidad completa. Las miradas, los gestos, las voces y la participación emocional son indispensables en los primeros años para que se activen toda una serie de cadenas neuronales a nivel cerebral, se reconozcan, reduzcan y contengan determinadas sensaciones a nivel emocional y en el plano metabólico se pueden realizar la principales experiencias de movimiento. Por lo tanto, en caso de una privación sensorial inicial y antinatural, todos esos procesos no se iniciarían y el yo alojado en ese organismo único no tendría las herramientas disponibles que le habrían permitido, a través de todas esas operaciones, tomar conciencia de sí mismo. y su valor existencial. En otras palabras, solo para continuar nuestra comparación con el mundo animal, mientras que con el nacimiento físico, cualquier descendencia animal puede considerarse nacida a todos los efectos y, salvo adversidades naturales extremas, siempre y en cualquier caso alcanzará la madurez completa como especie por ninguna razón con el nacimiento físico podríamos considerar nacida la individualidad del hombre. Pasarán muchos años antes de que esto pueda suceder (veintiuno para ser exactos) y, durante todo este período de tiempo, sería necesario que cada Yo descendido del cosmos espiritual en el tiempo y el espacio terrestre encontrara las condiciones adecuadas para tomar una primera conciencia ordinaria de sí mismo.
Afortunadamente, rara vez se dan condiciones extremas de aislamiento del resto de la comunidad humana. Mucho más frecuentes, sin embargo, son aquellas en las que hay ayuda… pero es parcial, incompleta, distorsionada, condicionada y condicionante. El resultado es que la conciencia del yo resultará modificada, falsificada, deformada o comprometida de otra manera. A menudo para siempre… a menos que intervenga una intensa experiencia interna o externa para sanar la situación.
De hecho, cada “yo” trae al mundo una individualidad con su propio temperamento, cualidades, aptitudes y características. La tarea de una educación auténtica y sana sería, por tanto, la de identificar este patrimonio espiritual y ayudar a realizarlo tal como es. Sin embargo, esto es precisamente lo que muy a menudo no ocurre, por toda una serie de razones muy complejas por las que la responsabilidad se reparte entre los padres y la sociedad a la que ellos mismos pertenecen. El resultado, dramático, es que muy a menudo, al operar de esta manera, nos encontramos ante situaciones comparables a las de una cooperativa de floricultores que, por ejemplo, a pesar de tener a su disposición una magnífica orquídea, se esfuerzan por todos los medios por obtener una rosa. . Y por lo tanto aplicar cuidados inadecuados a la orquídea, con el resultado evidente de obtener un horrible híbrido.
Por otro lado, cuando el organismo corporal del recién nacido recibe los cuidados adecuados, cuando los padres lo preparan con amor y ellos mismos se esfuerzan por entrar en contacto con la originalidad del invitado tan esperado, entonces el yo extra-terrestre de esa individualidad podrá sentir el placer y por lo tanto el deseo de tomar plena posesión de ese organismo y unirse profundamente con éste.
Alexander Lowen [3] capta plenamente este proceso primordial de encarnación cuando afirma: «¡El yo es ante todo un yo corporal!» Sin embargo, no tanto -permítanme aclarar- como un epifenómeno resultante de la actividad cerebral, como quisieran la gran mayoría de las teorías psicológicas materialistas, sino más bien porque es al Sujeto Oculto al que se refieren todas las actividades y procesos corporales. Viniendo de los mundos espirituales, en efecto, y sumergiéndose en los procesos espacio-temporales de la dimensión terrestre, el yo pierde conciencia no sólo de su naturaleza original, sino también de lo mucho o lo poco que había conquistado en el curso de las repetidas vidas terrenales. Sin embargo, las estimulaciones neurosensoriales a las que es sometido nuevamente al nacer, las rítmicas de la respiración y de la circulación sanguínea, así como aquellas determinadas por la actividad metabólica, despiertan su conciencia, aunque dentro de los límites de su propia corporeidad.
Por ello, en las etapas más tempranas de la vida, los estímulos neurosensoriales intrusivos y agresivos (como ruidos fuertes, gritos, frío, luces molestas), atmósferas emocionales excesivas e incontenibles (como contactos humanos distantes e incómodos, estados de angustia o seducción gratuita, miradas indiferentes), trastornos metabólicos (como hambre o sed insatisfechas, dolores corporales, estados febriles no tratados) hieren el cuerpo y marcan el yo. Este yo, si bien inconscientemente, buscará alguna estrategia para salir de la situación y la estructurará en el cuerpo. En la práctica, lo que se crea es una especie de feedback negativo que, a la larga, determinará posturas incorrectas y corazas musculares en el cuerpo, actitudes mentales estereotipadas y defensas de diversa índole en la psique. Cosas todas que condicionarán al yo haciéndole difícil, si no imposible, continuar su camino de descubrimiento de sí-mismo que, en muchos casos, habría también podido conducirlo a una sucesiva experiencia de su propia naturaleza original.
El feedback negativo de este tipo está, por tanto, en el origen de experiencias psicoterapéuticas a menudo desconcertantes para los terapeutas jóvenes: son las que tienen lugar con pacientes (hombres o mujeres) que ya son adultos y que, quizás, han alcanzado toda una serie de éxitos en la vida. en el campo laboral, intelectual o deportivo, pero que bajo las cenizas esconden una débil, si no totalmente ausente, conciencia del valor existencial del propio yo.
A muchos años de distancia todavía recuerdo muy bien el desconcierto que experimenté las primeras veces que me encontré ante situaciones de este tipo. Había, por ejemplo, un director de grandes hoteles internacionales de la cadena Sheraton. Recuerdo también a una abogada cincuentona, hermosa y muy solicitada en el ámbito civil por la valentía con que defendía a sus clientes; y nuevamente, un ingeniero de comunicaciones, altamente especializado y siempre solicitado. Bueno… todas estas personas, a pesar de sus éxitos tangibles, no tenían ni la más mínima idea de quiénes eran en un nivel ordinario, ni del valor más profundo que representaba su existencia. Los tres estaban absolutamente convencidos de que eran «un farol», pobres fracasados que sólo gracias a una especie de descuido en el mundo habían logrado una fortuna inmerecida. Los tres vivían atrapados en una profunda angustia de ser descubiertos, de un momento a otro, y ser públicamente desacreditados. Finalmente, todos ellos se consideraban indignos de la estima de sus amigos y del amor que sus respectivos compañeros les traían. Toda su inteligencia estaba impotente ante la abrumadora sensación de indignidad e inutilidad que oprimía sus vidas.
Es muy difícil hacer que alguien con un sentido sano y natural de sí mismo comprenda la naturaleza y la gravedad del mal que estoy tratando de describir. Quien posee el más elemental sentido del Yo no puede siquiera imaginar que uno de sus semejantes, por lo demás brillantes, tal vez famosos o ricos o muy atractivos, pueda vivir toda una vida como si estuviera suspendido sobre un abismo. Sobre un vacío infranqueable o, peor aún, sobre un agujero negro que succiona todas sus energías y lo deja constantemente sin aliento, a merced de una angustia devoradora. Quien tiene un sano y elemental sentido de sí mismo sabe, aun sin saberlo realmente, que su seguridad no depende de cuán guapo, ni rico, ni inteligente, ni simpático sea, sino de una confirmación que descansa sobre la nada del amor gratuito. que al menos uno de los padres debe haberlo transmitido. Una nada que lo es todo… mientras aquellos que no han recibido aquel don vagan en un vacío sin fin que ningún atributo que posean podrá jamás llenar. A pesar del trabajo que realizo, me tomó décadas poder identificarme, aunque sea por unos minutos, con las personas que presentan este tipo de neurosis, por lo que me permito describir su condición y advertir a mi lector. de la extrema dificultad para captar todo el dramatismo.
Al origen, para todos ellos, ha habido una grave carencia de amor! La falta de esa única fuerza que habría sido capaz de reconocerlos y aceptarlos por lo que sustancialmente fueron en su irrepetible originalidad. Con ello, reflejándolos fielmente y ofreciéndoles, precisamente a través del reflejo, una primera imagen fiel de su singularidad.
Me doy cuenta de que esto parecerá una acusación pesada dirigida a la institución familiar. Soy muy consciente de que la mayoría de los padres están absolutamente convencidos de que aman a sus hijos y que están dispuestos a hacer cualquier sacrificio por ellos. Y la experiencia me ha enseñado que la mayoría de los padres dicen la verdad. Lástima que su verdad es una mentira piadosa.
La justificación del precedente cínico oxímoron[1] se explica por el hecho de que el amor que mencioné antes es hoy un bien muy escaso. Como ya predijo uno de mis maestros históricos hace cuarenta años, el hombre moderno contemporáneo pronto terminará de perder por completo el instinto original de paternidad… es una lástima que aún no haya alcanzado esa plenitud de conocimiento espiritual que será el único capaz de reemplazarlo. La crianza de los hijos es el trabajo más difícil del mundo (mejor aún: el arte más difícil del mundo ), y tal como está, es casi imposible para las mujeres y los hombres no cometer errores. Como humanidad occidental moderna-contemporánea, todos somos demasiado egoístas para otorgar amor desinteresado, y pocos de nosotros somos tan realizados y conscientes de nosotros mismos como para poder recibir con total disposición al «extraño» que han invitado a descender al plano terrenal. Así que amarlo por lo que es, con todo su potencial y todos sus defectos. Sin perderlo nunca de vista pero, también, sin juzgarlo o, mucho menos, sin forzarlo en direcciones diferentes o contrarias a las que él mismo se sentirá obligado a elegir.
El amor incondicional de los padres y la libre confirmación del valor de la propia existencia son los alimentos principales, indispensables e insustituibles para que se produzca en la individualidad humana la primera y elemental toma de conciencia del propio yo. Aquí entendido como “yo corporeo”, identificado con el organismo que le sirve de soporte y reflejado en el pensamiento de todos los días. Se necesitarán décadas para el fortalecimiento y la estabilización de este yo ordinario -es el período que Erich Neumann[2] llamaba la «centro -versión»- que se cumplirá definitivamente una vez que la individualidad se haya desplegado y reconocido en las amistades, la sexualidad, el trabajo, en los propios intereses (cualesquiera que sean) y en el amor. Sólo entonces – nuevamente según Neumann – puede comenzar esa dinámica opuesta y contraria, llamada «des-identificación», que despojando al yo ordinario de todas sus máscaras y vestiduras accesorias, intentará captar y experimentar su naturaleza espiritual original.
Si la primera fase, la de la identificación, es necesaria e indispensable para vivir la vida de manera sana y equilibrada, la segunda fase, sin embargo, es arbitraria y opcional. Nadie puede obligarnos a comenzarla y nadie puede garantizar que seremos capaces de terminarla. Y aunque como terapeuta antroposófico considero fundamental apropiarse del sentido último de la propia existencia, se puede vivir muy bien incluso sin hacer ningún esfuerzo en este sentido. La historia humana está llena de mujeres y hombres que se han realizado plenamente en el trabajo, en el amor, en el deporte, en el arte, en el éxito económico o político sin sentir el menor empujón a investigar el misterio de su propio yo. Aunque me cueste mucho creer que se pueda vivir bien sin preguntarse cuál es la sustancia y la verdadera naturaleza del propio sujeto interior, aunque sigo convencido de que bajo la capa de aparente indiferencia hasta incluso la persona más satisfecha de sí mismo alimenta esta curiosidad insatisfecha, sin embargo reconozco que esto es posible, porque es precisamente en la libre adhesión a una investigación de este tipo que se esconde el sentido de toda la creación. El yo, de naturaleza no terrestre, desciende a la Tierra y entra en el tiempo y el espacio perdiendo la conciencia de la propia naturaleza. En el tiempo y el espacio terrestres, sin mas nada que pueda obligarlo a reconocerse, podrá sin embargo sentir el deseo de hacerlo de nuevo, superando los obstáculos que encontrará frente a él. Si un día el hombre tiene éxito en la empresa, habrá añadido al cosmos divino-espiritual del cual desciende una cualidad que antes faltaba: ¡la de la Libertad! O del Amor, siendo los dos términos sinónimos. No en vano, en la mayor parte de las visiones escatológicas, la Tierra es llamada el Planeta del Amor. Evidentemente no en el sentido profano del término, sino en ese sentido más amplio de entrega total y completa que sólo un ser libre puede realizar.
Pero al menos por ahora estamos lejos de la posibilidad de llevar a cabo tal misión. Más bien, el Yo de la mayoría de las personas está ocupado defendiéndose de todo lo que lo ataca y se le opone en en el plano de la vida cotidiana. Y será tarea de una sana psicoterapia ayudarle a reconocerse como el Sujeto de ésta maravillosa aventura.
Notas al texto
[1] Figura retórica de pensamiento que consiste en complementar una palabra con otra que tiene un significado contradictorio u opuesto
[2] Erich Neumann (1905-1960) fue un psicólogo israelí representante de la escuela evolutiva en psicología analítica. Estudió filosofía y medicina y posteriormente entró a formar parte del círculo cercano a Carl Gustav Jung.
[3] Alexander Lowen (1910-2008) fue un médico, psicoanalista y psicoterapeuta corporal estadounidense, conocido principalmente por sus estudios sobre Análisis Bioenergético. Estudió con el psicoanalista Wilhelm Reich desde 1940 a 1952, año en el que empezó a dedicarse a la práctica profesional de la psicoterapia, y en 1956 fundó el Institute for Bioenergetic Analysis. Autor de numerosos libros y artículos entre los que se destacan: «El lenguaje del cuerpo», «Bioenergética», «El amor, el sexo y la salud del corazón», «La depresión y el cuerpo»
NOTA:
Publicado originalmente en la plataforma digital Medium (www.medium.com) el 3 de Julio de 2015.
Traducido del italiano y publicado en ADMAC con el permiso del autor.
Puede accederse al artículo original en el siguiente enlace:
https://medium.com/psicanalisi-antroposofica/il-mistero-dell-io-8ba5462b6782
Traducción del italiano: Carlos Andrés Guío
Sobre el autor

Piero Priorini
Profesional en Derecho (1974) y en Psicología (1983) por la Universidad La Sapienza de Roma. Formación en psicología profunda en el Instituto Junguiano G.A.P.A. (Gruppo Autonomo Psicologia Analitica). Trabaja como psicoanalista junguiano autónomo desde el año 1976. A lo largo de los años ha asistido a cursos de formación en Sexología, Bioenergética, Psicología Transaccional e Hipnosis.
La antroposofía ha ocupado un lugar central en su vida desde la década de los 70 como materia de estudio y práctica interior. Tuvo la oportunidad de ser un estudiante del antroposofo italiano Massimo Scaligero.
Autor de varios libros entre los que se destacan: “Per una nuova psicoterapia. La strada dell’antroposofia per l’umano di oggi e del futuro”, y “La realtà della realtà. L’avventura della conoscenza tra percezione e concetto”, que se ocupan de aspectos fundamentales para una psicoterapia orientada desde la antroposofía. Igualmente es autor de numerosos artículos en el ambito de la psicoterapia.
Vive en Roma.
https://medium.com/@pieropriorini
Maravilloso y aclarador artículo
Vale la pena leerlo y masticarlo en grupo