Teorías sexuales psicoanalíticas y la Metafísica del Eros

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«… unos amigos en común nos presentaron… La música esa noche en la discoteca no era demasiado atrayente.  Así que, después de unos diez minutos, nos fuimos a tomar una copa.  Finalmente fuimos a mi casa y, por la noche, tuvimos sexo».

Con estas precisas palabras terminaba la historia que me estaba contando una joven de treinta y cuatro años, autónoma e independiente, que se había permitido una tarde de ocio tras una semana de trabajo duro.

He recogido muchas historias similares en los últimos años.

«Tener sexo…» Es difícil recordar cuándo empezó a utilizarse con tanta frecuencia esta alocución. Quizá hacia la década del 2000, o quizá incluso antes. El hecho es que, a partir de cierto momento, «tener sexo» se ha convertido en un modismo que busca transmitir a los oyentes lo libre, sin compromiso y carente de escrúpulos que es la persona que realiza ese acto. Quiere testimoniar lo lejos que están los hombres y mujeres modernos del antiguo temor reverencial, el pudor y la vergüenza que siempre habían sentido hacia la sexualidad. Hasta qué punto se han emancipado de los condicionamientos del pasado y han conseguido liberar la sexualidad humana de su «supuesto misterio».

Y el lenguaje, como siempre ocurre, se ha adaptado, atestiguando dentro de sus posibilidades el desencanto que se ha producido: hoy pocos «hacen el amor». Todos los demás «tienen sexo».

Es una lástima que el «supuesto misterio» de la sexualidad humana sea en realidad un Misterio (al menos para el pensamiento abstracto de la conciencia ordinaria) y que, con esta ostentosa falta de escrúpulos y superficialidad hacia éste, hombres y mujeres se hayan alejado aún más de la posibilidad de llegar a conocerlo. La conciencia de su enigma, en efecto, aun en medio de mil oscurantismos, dejaba siempre abierta la posibilidad de un conocimiento más profundo del mismo. La negación de las fuerzas ocultas que contiene, por el contrario, aleja a cualquiera de la posibilidad de penetrar en sus secretos.

Como decir que la banalización de lo sagrado, al fin y al cabo, es siempre una derrota para todos los que lo profesan porque, incluso sin darse cuenta, se suman a la obra de las Fuerzas Obstaculizadoras que han orquestado esa banalización.

Pero vayamos despacio, y en orden, para no arriesgarnos a ser malinterpretados y acusados de querer volver a los oscurantismos de antaño.

Uno de los roles principales del psicoanálisis, de hecho, fue haber participado, junto con la antropología cultural, en el descubrimiento de que en épocas pasadas, entre los pueblos tribales de todo el mundo, la sexualidad humana se vivía de forma sencilla, natural, desenfrenada, libre de culpa o prejuicios de cualquier tipo.

De hecho, aún hoy, entre las pocas tribus amazónicas, africanas, australianas o papúes que han permanecido intocadas por la modernidad occidental, la sexualidad entre hombres y mujeres es impulsiva, sencilla y carente de todo tabú, salvo el del incesto. No es casualidad que los primeros occidentales que desembarcaron en Hawai o en las islas polinesias hablaran de ellas como de un «paraíso perdido» donde no existía el sentido del pecado y, por tanto, de la culpa.

El problema fue que los antropólogos y psicoanalistas modernos no se dieron cuenta de que esa condición envidiable, en el plano de la sexualidad, existía… pero en conjunción con una falta casi total – entre todos esos pueblos – de una maduración plena y completa del yo egoico. En otras palabras, esos pueblos, aparte del hecho de que no habían sido condicionados por las tres grandes religiones patriarcales, estaban realmente atascados en una condición existencial arcaica en la que el sentido de la propia individualidad, tal como se ha ido consolidando en las sociedades occidentales, aún no se había realizado.

En muchas conferencias que he dado en el pasado sobre el pensamiento mágico de estos pueblos, he afirmado repetidamente, respaldando la historia con una gran cantidad de pruebas empíricas, que en todas esas culturas habían sobrevivido de hecho los restos de facultades clarividentes arcaicas propias de toda la humanidad, posibles gracias al hecho de que su Yo aún no estaba bien encarnado e individualizado, y su pensamiento era todavía pre-cerebral. Para los investigadores que pudieran retroceder mucho en el tiempo gracias, por ejemplo, a la Crónica del Akasha, sería posible rastrear la confirmación de cómo nuestros antepasados arcaicos «pensaban con el corazón» (y no con el cerebro) y todavía interactuaban, aunque soñadoramente, con los numerosos seres supersensibles activos en la naturaleza, de los que Rudolf Steiner habló a menudo en sus numerosas conferencias.

En tal condición existencial, pues, la sexualidad de nuestros antepasados era, de hecho, sana y natural, no porque fuera pagana e incontaminada por la (supuesta) verdad de las religiones monoteístas, sino porque estaba más cerca de la sexualidad animal que de aquella que todos experimentamos hoy en día. Con una aclaración obligada: porque lo que llamamos sexualidad animalesca no es la de los animales, sino de la que se ha adueñado el Ego humano. La sexualidad animal es pura, dictada por impulsos regulados por los Yo de grupo de las distintas especies y sometida al dolor de la necesidad de reproducción. La sexualidad humana, en cambio, ha sido arrebatada, al menos en parte, a los Dioses que antes la regulaban. El Ego se ha apropiado de ella y la utiliza principalmente para su propio placer.

Hay, de hecho, dos razones sustanciales por las que la sexualidad animal difiere de la humana, y es imperativo que un psicoterapeuta orientado hacia la ciencia espiritual antroposófica sea plenamente consciente de ello: mientras que el animal está sometido a la obligación compulsiva y dolorosa (si no se satisface) de reproducir la especie, el hombre se ha emancipado parcialmente de ella y, otro elemento fundamental, al haber ligado el apareamiento a la imaginación (los últimos datos científicos demostrarían que hasta el 73% de las pulsiones del hombre son «imaginativas» y sólo el 7% restante biológicas), lo ha transformado en un motivo de placer personal, completamente desvinculado de la reproducción.

Esta última transición, como será fácil adivinar, fue gradual, y fue de la mano de la estructuración de la individualidad egoica humana, que, después de 1900, acabó incluso radicalizándose. Por eso fracasaron estrepitosamente los repetidos y nostálgicos intentos de restaurar una especie de sexualidad edénica, natural y libre, como había preconizado Wilhelm Reich[1] en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial y trataron de experimentar los hippies o, mejor dicho, los hijos de las flores, en los tumultuosos años sesenta. Porque no habían tenido en cuenta que la conciencia ingenua, soñadora y visionaria, que de alguna manera se había conservado entre los pueblos más aislados y primitivos del mundo, se había perdido irremediablemente para la civilización occidental y que ni siquiera la marihuana o el LSD serían capaces de traerla de vuelta, hacia aquellos estados arcaicos de evolución.

Aclarado este punto, podemos observar ahora cómo la pérdida definitiva de esa condición originaria soñadora de la conciencia, aunque ya había comenzado entre los años 500 y 400 a.C., se consumó definitivamente para las poblaciones occidentales en el momento del Misterio del Gólgota. En ese preciso momento de la historia en que -como nos cuenta Plutarco, agitando nuestra conciencia imaginativa- una voz misteriosa, procedente de un barco que surcaba las aguas del Mediterráneo, anunció en todos los puertos: «¡El dios Pan ha muerto!». Significando con ello que los dioses se habían retirado de la conciencia humana, los oráculos habían dejado de hablar y el hombre se había quedado solo en su búsqueda del mundo espiritual. El pensamiento se había activado en el cerebro.

Coincidiendo con este trascendental acontecimiento, los impulsos provenientes de la esfera sexual se emanciparon de la esfera soñante en la que, para bien o para mal, habían permanecido hasta entonces. Se fortalecieron y finalmente se sometieron al creciente egoísmo del hombre.

A pesar de la creciente perversión, en la mayoría de las culturas no occidentales, junto al simple uso y abuso del sexo, al menos entre las clases cultas y sacerdotales siempre se mantuvo viva una tensión de curiosidad e investigación de las fuerzas y procesos implícitos en el Eros. Se intuía su origen divino, su misterio, su fuerza mágica, y se luchaba por penetrar en el.

No fue así para el Occidente cristiano, donde la recién nacida Iglesia católica de Pedro, que tanta influencia iba a ejercer sobre las generaciones futuras, cometió el primero de sus dos mayores errores: si el segundo fue la supresión del componente espiritual del hombre (que se produjo con el Concilio de Constantinopla en 869), el primero, igualmente grave, cometido desde sus inicios, fue subestimar el creciente poder que se expresaría precisamente en la sexualidad humana.

De este primer y gravísimo error se derivaron dos consecuencias fatales, ambas catastróficas: 1) la elección por la castidad sacerdotal y 2) el pronunciamiento de un juicio moralista de condena genérica sobre la sexualidad humana, apenas tolerada dentro del vínculo sagrado del matrimonio y, en todo caso, sólo si está orientada a la procreación.

Es difícil incluso imaginar dos coerciones teológicas que, aunque fundadas en retazos de verdad, hayan podido ser más obtusas, ingenuas, insensatas, inviables, dañinas y crueles que las dos anteriores. Coacciones que, a lo largo de dos milenios, han contribuido a proyectar sobre la Santa Iglesia Romana, Católica y Apostólica, la sombra del peor oscurantismo que jamás pudiera imaginarse y que, hasta la fecha, ha costado la sangre de millones de inocentes. En esto, el Catolicismo, puede jactarse de tener la primacía: porque ni el Judaísmo ni el Islam (con la excepción del moderno Fundamentalismo Islámico) fueron nunca tan ingenuos o estúpidos como para creer que podrían enfrentarse desarmados al Dragón de mil cabezas que domina y mueve los impulsos de la sexualidad humana.

La dramática obtusidad en la que ha caído la Iglesia católica desde el principio de su existencia está magistralmente representada por la leyenda del Rey Pescador o, si se quiere, por el gran fresco legendario de la «Búsqueda del Santo Grial«.

Este es el tema que encontramos oculto en el «Parsifal» de Wagner, donde el «Necio Puro» (ésta es la etimología del nombre Parsifal) resiste a las tentaciones de Kundri -la Mujer Naturaleza, portadora del Eros salvaje- que Klingsor (el Mago Negro) había enviado contra él, y redime su naturaleza mediante un acto de lealtad absoluta a la que fue su devota esposa.

Puede ser interesante recordar cómo en el mito, Klingsor, el Mago Negro, también había sido una vez  caballero del Grial; sólo que, en un acto de soberbia, había creído que podía superar la prueba definitiva, representada por el encuentro con la sexualidad, castrándose a sí mismo. La castración, sin embargo, no podía considerarse la superación de la prueba, sino más bien su evasión. Despedido ignominiosamente del círculo de los caballeros, Klingsor se convirtió así en su peor enemigo, pudiendo jactarse, precisamente por haber sido castrado, de un poder absoluto sobre Eros, que tiene sus raíces últimas en la naturaleza de la mujer. Es gracias a este inmenso poder que Klingsor hiere mortalmente «en la ingle» a Amfortas, el rey de los caballeros del Grial, y prácticamente usurpa su lugar, ejerciendo su poder sobre el mundo. Parsifal, en la continuación de la historia, resistiendo a Kundri no como un hombre castrado, sino como un hombre en plena posesión de sus propias capacidades viriles, derrota a Klingsor, redime a Kundri, invirtiendo su flujo de energía, y recupera el Santo Grial. De este modo cura a Amfortas -y potencialmente al mundo entero- de la herida mortal que Klingsor, el Mago Negro, le había infligido.

En el libreto de Wagner, la dinámica que subyace a la función de la sexualidad humana está plenamente descrita, aunque de forma imaginativa. Es cierto que muy pocos son capaces de comprender su mensaje, pero es un hecho que su exactitud es absoluta. Es un hecho que en cada uno de nosotros -hombre o mujer- acecha un Amfortas herido de muerte en la ingle que espera al Héroe capaz de curarle mediante la redención y la consagración de las fuerzas de Eros.

Por lo tanto, si lo queremos, en la condena de la Iglesia Católica al sexo es posible discernir una actitud de protección paternalista a sus seguidores. Sólo que este proteccionismo es más la expresión de un Guía Castrado que de un Guía Victorioso. Un Guía ciego que, aún hoy, habiendo perdido todo conocimiento de las razones ocultas de las que tomó el ejemplo, invita a todos sus vicarios y adeptos a la castración en lugar de incitarlos a la lucha y, si es posible, a la victoria. Es indudable que el abismo al que hay que descender para enfrentarse a las fuerzas basales de la sexualidad es muy peligroso y muy profundo. Así como es imposible imaginar la derrota y la redención de tales fuerzas sin una extraordinaria riqueza de recursos como la que sólo unos pocos Héroes llevan consigo. Pero una batalla rechazada no es una batalla ganada; más bien, es una batalla perdida. Al invitar a sus vicarios y fieles a la abstinencia, el catolicismo los condena a la derrota, perpetuando así la victoria de las fuerzas de la sexualidad que, en la naturaleza, fluyen en sentido contrario al original.

Sí! Por supuesto… el encuentro cara a cara con las fuerzas de Eros, de todos aquellos que no poseen las armas adecuadas para defenderse y atacar, es peligroso y un presagio de perdición. ¡No cabe duda de ello! Sin embargo, sólo de las derrotas se aprende, y sólo a través del dolor, la humillación y la vergüenza pueden activarse en el alma esas fuerzas de redención que un día ganarán la victoria. Es inútil y poco inteligente creer que uno puede abstenerse del pecado. ¡El pecado debe ser redimido! ¡Desde dentro! El pecado debe extinguirse consagrando las fuerzas con las que se hace. Sólo el amor sagrado -como veremos más adelante- puede redimir el amor profano, pero no mediante su renuncia, sino mediante su transformación radical desde dentro del alma.

La abstinencia, entonces, es una castración inútil. ¡Siempre! A no ser que sea la auténtica expresión de la maduración interior de una única individualidad heroica. Un número importante de místicos, ascetas y monjes de todas las religiones del mundo han dado testimonio del increíble potencial que les ofrecía la abstinencia: éxtasis, estados de iluminación, conocimiento global. Pero cada vez se trataba de individualidades especiales -en este sentido heroicas- que, muy a menudo, aunque no siempre, habían llegado por grados, precisamente a través de una lenta maduración interior, a elegir libre y autónomamente perseguir la abstinencia. Generalmente después de haber pasado por una larga y más que normal experiencia sexual cuya fuerza, en un determinado momento, sintieron que querían instrumentalizar. Como realización espiritual. Como expresión de una coherencia interior sentida.

La abstinencia obligatoria es una mentira espiritual. Un insulto a la libertad humana. Es fruto de doctrinas incapaces no sólo de reconocer o, al menos, de recordar el sentido y la finalidad del antiguo desafío; sino, sobre todo, de doctrinas que impiden su superación. No producen evolución del alma, sino represión, inhibición, coacción. Con todos los riesgos e inconvenientes que ello conlleva. De hecho, desde el primer momento de la historia en que se decretó como obligación la castidad de los sacerdotes, su caida en  experiencias heterosexuales ha estado a la orden del día; cuando no también en experiencias orgiásticas, homosexuales o, lo que es peor, de pedófila. No hay nada que hacer: todas estas aberraciones son fruto de la ignorancia y la mala fe que, habiendo perdido incluso la memoria de sus raíces espirituales, se han convertido en una forma severa de sexofobia. Una fobia feroz, omnipresente y violenta (basta recordar la Santa Inquisición y la muerte en la hoguera de miles de supuestas brujas), que como un río subterráneo ha fluido a lo largo de todos los dos mil años de cultura católica y que sólo la arrogancia hipócrita de quienes se saben dueños de un poder incuestionable consigue mantener apenas oculta.

El resultado, hasta principios del siglo XX, fue el establecimiento de una respetabilidad hipócrita, que fingía (y, por desgracia, sigue fingiendo en parte) no ver las inmundas miserias perpetradas por los vicarios de Cristo, y que nunca impidió a los hombres y mujeres católicos mantener relaciones protegidas para evitar embarazos no deseados, dedicarse creativamente al juego carnal, engañar cuando ocurría y, sobre todo, cultivar exuberantes fantasías eróticas.

Era obvio que el psicoanálisis, desde sus primeros balbuceos, no haría excepciones con nadie. El genio de Freud[2] pronto se dio cuenta de que la respetable hipocresía de la sociedad en la que vivía era un fino velo bajo el que se agitaban las poderosas fuerzas del instinto prohibido. Fuerzas que crecían cuanto más se las negaba y mantenía a raya. Precisamente éste fue uno de los principales descubrimientos del psicoanálisis: todo lo que se reprime o, peor aún, se extirpa, no desaparece por ello del alma, sino que crece, fuera de toda proporción. Y finalmente explota, eludiendo en la abreacción a la conciencia ordinaria que, con esas estrategias, se engañó a sí misma para controlarla.

En el fondo, lo que se acusa es la falta de conciencia. La incapacidad de reconocer en uno mismo la presencia de múltiples fuerzas poderosas -las del Eros, sobre todo- a las que las meras buenas intenciones, la rígida obediencia a normas morales abstractas o la abstinencia dogmática nunca podrán hacer frente.

Pero, ¿cuál era el origen, o al menos la naturaleza, de tanta potencia?

Freud, necesitando legitimar científicamente a su criatura recién nacida, quiso identificar el origen de esta potencia en el Bios. Él confiaba en la primacía de la materia, abrazaba la teoría darwiniana de la evolución de las especies e imaginaba (sin sospechar que sólo se trataba de una imagen) lo inorgánico convirtiéndose en orgánico, lo orgánico generando una especie de instinto de conservación de la vida, la vida reproduciéndose y, finalmente, ideando comportamientos y estrategias para consolidar su propia continuidad. La materia -según Freud- produciría el pensamiento y éste, a la postre, generaría la conciencia. Un producto accesorio y del todo inconveniente – la conciencia humana -, que, si no estuviera justificada por la mayor seguridad garantizada por el pacto social, habría sido mejor no tener. Pues sólo la realización inmediata, plena y continua de los instintos básicos aporta plenitud y satisfacción. Todo lo demás -llegó a creer Freud- es compromiso y, al final, renuncia melancólica.

Puede parecer increíble a mis lectores, pero aún hoy, más o menos, ésta es la visión no confesada de la ciencia oficial, que, juzgando inapropiadas e irrelevantes las elaboraciones filosóficas de quienes se apartan de sus postulados, ha avalado su validez.

Como ya he escrito en otros artículos, Jung[3] se opuso firme y valientemente a la visión pansexual de su maestro y, con las Conferencias americanas de 1911 y la publicación del texto Libido. Símbolos de transformación, de 1912, sentó las bases de una visión totalmente diferente. La libido, entendida como energía psíquica genérica, estaría para él en el origen de todos los procesos humanos más complejos, tanto los que entonces se manifiestan en lo biológico como los que sólo se manifiestan en lo psíquico. Es decir, una especie de energía indiferenciada que, según los momentos y las oportunidades individuales, puede expresarse como función nutritiva, afectiva, sexual, cognitiva, artística, religiosa, etc.

Como se ve, la dificultad de Jung para anclar su innovador concepto de libido en alguna realidad es evidente porque, al negar sus raíces biológicas (las que Freud, por otra parte, había absolutizado), pero no reconocer las espirituales, le obligaba a la incómoda situación del barón de Munchausen que, para no caer al vacío, tenía que sostenerse a si mismo tirando de  su coleta. Lo bueno es que, al menos para la psicología profunda, la visión del niño como un perverso polimorfo fue minimizada, si no totalmente olvidada y relegada al olvido. Lo que permaneció, sin embargo, fue el concepto básico de la absoluta necesidad, para hombres y mujeres, de experimentar plenamente las tentaciones de Eros para elevarlas, desde la oscuridad en la que les gusta arrastrarse, a la plena (aunque ordinaria) conciencia y, gradualmente, llevarlas al equilibrio junto con todas las demás fuerzas del alma. Los que se abstienen de ello, en efecto, bien porque están condicionados por educaciones o moralismos intolerantes, bien porque les asusta el peligro de la empresa o, en fin, porque se lo impiden por alguna otra razón, se encuentran siempre invadidos por fuerzas subterráneas que, de un modo u otro, contaminan su voluntad, su sentimiento e incluso su pensamiento.

Cualquiera que haya experimentado un largo periodo de abstinencia forzada sabe de lo que hablo: el sentimiento se agria, la voluntad se endurece y el pensamiento, si cabe, se aleja de la realidad aún más de lo habitual. Al cabo de un tiempo, el hombre se aísla, se encierra en su ego como en una fortaleza y acaba desinteresándose del mundo que le rodea.

Esto, pues, puede ayudarnos a comprender la valiente, desprejuiciada y atrevida afirmación de Vladimir Sergeevich Solov’ev[4], uno de los filósofos, teólogos y poetas rusos más iluminados de finales del siglo XIX, quien en su célebre ensayo El sentido del amor[5] sentenció:

«El sentido del amor humano en general es la justificación y la salvación de la individualidad mediante el sacrificio del egoísmo» (El sentido del amor, p. 94).

Pues la mentira y el mal del egoísmo, prosigue Solov’ev, no consisten en que cierta persona se atribuya a sí misma una importancia excesiva e incondicional […], sino en que, atribuyéndose a sí misma con razón tal valor absoluto, acabe rechazándolo injustamente para todos los demás.

«Sólo hay una fuerza capaz de erradicar el egoísmo desde dentro y hasta la médula, y esa fuerza es el amor, ante todo el amor sexual» (Ibid, p. 96)

Esto es así porque -debería estar claro para cualquiera- en el momento en que un ser humano se enamora y desea ardientemente al Otro, está de hecho dispuesto a ir más allá de sí mismo, más allá de su propia individualidad egoísta, y será capaz de afrontar y superar cualquier prueba con tal de satisfacer este ardiente deseo, que, en el sexo, contiene su mayor fuerza.

Puede ser útil, para digerir estas desprejuiciadas afirmaciones del filósofo ruso -que en cualquier caso alude al Amor enraizado en la sexualidad y no al «sólo sexo»-, recordar cómo el mismo Rudolf Steiner, hablando del desarrollo por septenios del ser humano y de los procesos ocultos que tienen lugar al comienzo del tercer septenio (en torno a los 13-14 años), señaló cómo el nacimiento del cuerpo astral, así como la maduración de los órganos de la reproducción humana (la primera menstruación en la mujer y la primera eyaculación potencial en el hombre), desencadenan en realidad la curiosidad y el deseo hacia el sexo opuesto. Rompiendo así la circulación de la libido sobre sí misma y proyectándola hacia el exterior. En cierto modo, es como si éste fuera el propósito secreto, y tal vez el más importante, de la maduración sexual terrenal: la apertura al otro y, a través del otro, al mundo y a la vida en general. El adolescente, que hasta hace poco vivía inmerso en un mundo semifantástico y autorreferencial, con la maduración sexual abre por primera vez los ojos al mundo, se da cuenta de que el Otro existe y le desea… saliendo así de sí mismo.

Sea como fuere, aunque moviéndose a ciegas en un mundo de fuerzas cuya verdadera naturaleza ignoraba, el psicoanálisis cabalgaba sobre la idea de limpiar el alma del hombre moderno de la falsa conciencia en la que había quedado atrapado por duplicidades e hipocresías de todo tipo, por tabúes dogmáticos y peligrosos, por inhibiciones, complejos, miedos y frustraciones que no eran más que el resultado de una feroz represión social. Repito: ninguna teoría psicoanalítica ha conocido jamás el misterio de la corriente espiritual invertida de las fuerzas de la sexualidad humana, pero, aunque sólo fuera eso, la intención era loable: mostrar a la conciencia del hombre la desnudez de sus deseos, ofreciéndole así la posibilidad de evaluarlos por lo que eran.

El famosísimo texto de Reich: La función del orgasmo[6], por ejemplo, si se evalúa dentro de los límites de una descripción precisa de la funcionalidad rítmica básica de lo vivo (carga-descarga), rastreable tanto en la célula única como en el organismo multicelular más complejo, conserva una importancia incuestionable en la lectura de toda una serie de síntomas clínicos que un terapeuta debe saber interpretar. Del mismo modo que el muy reciente y muy poco comprendido texto de la psicoanalista Louise J. Kaplan: Perversiones femeninas[7], atestigua cómo la perversión es un mecanismo de defensa que permite sobrevivir al horror de esa pérdida originaria del dominio y la autonomía del yo que nuestra cultura (a través de la familia, la educación o los modelos sociales distorsionados) inflige a todo ser sexuado cuando lo doblega a algún tipo de esclavitud.

Es imposible enumerar, en un breve artículo como éste, todos los estudios e investigaciones que se han realizado en este campo, distinguiendo los más serios y correctos de otros decididamente erróneos y engañosos. Sin embargo, lo cierto es que ésta habría sido la intención original: acercar al ser humano a una conciencia más profunda de sus propios deseos.

Pero ya se sabe: ¡la conciencia humana camina por la cuerda floja! Y en el momento en que alguien o algo la ayuda a tomar conciencia de su inminente caída por un lado (intolerancia, hipocresía, moralismo, falsedad), tras un momentáneo restablecimiento del equilibrio, he aquí que se tambalea por el lado opuesto (hedonismo porque sí, superficialidad, cinismo, desapego, desmesura, vicio).

Esto es lo que vive hoy la sociedad contemporánea: la pérdida casi total del sentido y significado que representa la sexualidad humana. Así, para justificar a ultranza cualquier exceso o abuso, la racionalidad cerebral y abstracta cumple su cometido y proporciona buenas y aparentes razones para reducir el misterio de la sexualidad a una práctica higiénica o, lo que es peor, a un ejercicio físico placentero no muy distinto de la gimnasia.

Así nació la alocución: «Tener relaciones sexuales», que significa todo lo que ya he descrito al principio de estas breves páginas.

La verdad, sin embargo, es que la sexualidad humana encierra realmente un Misterio. Un Misterio Sagrado que aún espera ser revelado. Tanto si la unión tiene lugar entre dos jóvenes en su primera experiencia, como entre adultos autónomos y “experimentados”, entre marido y mujer o compañeros de hecho, entre amantes apasionados como entre los dos protagonistas del amor mercenario, siempre -y quiero subrayar, siempre– entre los dos hay una profunda interpenetración que implica sus cuerpos, sus almas y sus espíritus. Nunca es «una nada», una «cosa de poca importancia» o «sin importancia», como tampoco es «sólo un juego», una «diversión» o un «pasatiempo agradable». Se trata más bien de «un encuentro» que siempre tiene lugar, aunque sea en la total inconsciencia de los dos protagonistas.

Julius Evola[8] lo sabía, y aunque no poseía facultades clarividentes, en su magnífico texto, La Metafísica del Sexo[9], llevó su pensamiento hasta el límite extremo que permite la cerebralidad. El de Evola Scaligeroes un texto de importancia fundamental para cualquier psicoanalista moderno, porque da testimonio de una búsqueda del sentido último oculto en el Eros y en la experiencia sexual humana, más allá de todo lo que sea fisiología, instinto reproductivo, simple carnalidad o pálido sentimentalismo. Una búsqueda que nos dice a todos cómo no sólo en las formas más intensas de la vida erótica, sino también en el amor ordinario, hay destellos de una trascendencia olvidada, remociones momentáneas de los límites de la conciencia ordinaria del hombre y la mujer, e incluso aperturas a lo suprasensible. Basta con saber captarlos y darles el nombre adecuado.

Pero, por si fuera poco, el texto contiene la más rica documentación imaginable de lo que las numerosas civilizaciones del pasado, en todas las zonas geográficas del planeta, sabían sobre la realidad sagrada (o mágica) del sexo y la activación de los arquetipos de lo Femenino y lo Masculino que siempre tiene lugar incluso en la oscuridad de la conciencia de los dos protagonistas.

Sin embargo, aún estaríamos muy lejos de la esperanza, y de la posibilidad real, de penetrar en el Misterio oculto en nuestra sexualidad si un hombre de nuestra época moderna -a través de su propia ascesis personal y de su unión con la ciencia espiritual antroposófica – no nos hubiera dejado entreabierta la puerta.

Por lo que pueda valer mi experiencia personal de investigación como psicoterapeuta y antropósofo, sólo la contribución original de Massimo Scaligero[10] arroja una luz clara sobre los procesos activos en el amor y su base fisiológica. La lectura de sus dos textos fundamentales sobre el tema: Dell’amore immortale[11] y Graal. Saggio sul Mistero del Sacro Amore[12], aunque sólo sea en el plano noético, cualquiera puede hacerse una idea de los procesos y las fuerzas activas en la sexualidad humana.

Retomando el pensamiento de Scaligero, se puede reconocer con él, cómo el sexo oculta tras de si la acción de las más altas jerarquías espirituales, que, sin embargo, se invierte cuando la conciencia ordinaria del hombre se la apropia.

– El aspecto infernal del sexo«, escribe en efecto Scaligero, «es una producción psíquica del hombre, no concierne al sexo» (Grial, p. 31) […] un aspecto infernal que se imprime en la conciencia gracias al imaginar impuro (Dell’amore immortale, p. 90)

En esencia, se puede intuir con él cómo el proceso de inversión se origina precisamente en el Ansia[13] del cuerpo del Otro. Donde el Ansia, sin embargo, no es más que luz espiritual que termina siendo arrastrada por la corriente constrictora de la luz caída para, y en, la creación del mundo. Por lo tanto, el Ansia es el deseo de la forma, como forma de la luz perdida. Para el hombre, como deseo de la Belleza sublime de la luz espiritual. Para la mujer, como deseo de la Potencia del espíritu. En cada caso, es la sujeción del hombre y de la mujer a las formas de la luz perdida.

Sólo la experiencia de la corriente adamantina del pensamiento -subraya todavía Scaligero-, cuando se traduce en conocimiento, conduce a una percepción de la realidad de Eros, que se sustrae a cualquier visión suya resultante de textos tradicionales o modernos, moviéndose desde la síntesis que cotidianamente realiza en la inmanencia del conocimiento inmediato (Graal. p. 20)

De ninguna manera sería posible resumir con exactitud la obra de este Maestro moderno, porque ésta remite a una experiencia personal de ascesis del pensamiento para quien realmente quiera conocerla.

Sin embargo, lo que podemos concluir al final de este sobrevuelo sobre una de las fuerzas espirituales más poderosas activas en los asuntos humanos -una fuerza que corre el peligro de corromperse por completo, al igual que tantas otras se están corrompiendo, en esta terrible época ahrimanica- es que lejos de ser negada, reprimida o inhibida, como pretenden los ingenuos anhelos espiritualistas, o exorcizada, minimizada y trivializada mediante una astuta profanación, para que se pueda abusar de ella sin culpa, la sexualidad debe, por el contrario, ser vivida y experimentada en profundidad, con la certeza de que, si es redimida, puede contribuir a perfeccionar el camino del hombre hacia la nueva encarnación de la Tierra: del Planeta de la Sabiduría (que de hecho está muriendo) al Planeta del Amor.

Porque, como ha sugerido Scaligero: Es el amor sacro el que redime las poderosas fuerzas del sexo, desencantando la inversión y permitiéndoles fluir de nuevo en su dirección original (Graal. p. 52)

O, como nos recuerda Solov’ev en su incomparable texto: «En nuestra esfera material, el amor auténtico no puede preservarse a menos que se conciba y asuma como un acto de heroísmo moral» (El sentido del amor. p. 142)

Así, al final de este largo artículo, espero que haya quedado claro para mis lectores que, al menos en el estado de conciencia ordinaria del hombre y la mujer modernos, cada encuentro es sólo un peldaño en la larga escalera que debe llevarles a desencantar la corriente de luz espiritual aprisionada en la sexualidad. Durante el ascenso, no importará entonces si aman mucho o poco, si son responsables y fieles o, por el contrario, superficiales y traidores, sino si se esfuerzan por dar sentido y significado a sus actos, y comienzan a llamarlos por su verdadero nombre. Que no es: ¡tener sexo!

Notas al texto

[1] Wilhelm Reich (Nació en Dobrzanica, Galitzia, Imperio austrohúngaro, 24 de marzo de 1897;  murió en Lewisburg, Pensilvania, EE. UU. 3 de noviembre de 1957).  Médico, psiquiatra y psicoanalista austriaco, de origen judío, nacionalizado estadounidense.   Es célebre por sus contribuciones en el campo de la sexología y la terapia psicoanalítica, su compromiso en favor de la liberación sexual  y sus investigaciones sobre la «energía orgón».  Fundador de la vegetoterapia caracteroanalítica y la orgonomía médica.  Se le considera uno de los pioneros de la psicoterapia corporal; a lo largo del siglo XX surgieron muchos enfoques en terapia corporal como desarrollos de su trabajo.

[2] Sigmund Freud (Nació en Příbor – Imperio austríaco – , 6 de mayo de 1856;  Murió en Londres, 23 de septiembre de 1939).  Médico neurólogo austriaco de origen judío, padre del psicoanálisis y una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX.    Su interés científico inicial como investigador se centró en el campo de la neurología, derivando progresivamente hacia la vertiente psicológica de las afecciones mentales. Estudió en París, con el neurólogo francés Jean-Martin Charcot las aplicaciones de la hipnosis en el tratamiento de la histeria.  En colaboración con Josef Breuer desarrolló el método catártico. Paulatinamente, reemplazó tanto la sugestión hipnótica como el método catártico por la asociación libre y la interpretación de los sueños.  La búsqueda inicial centrada en la rememoración de los traumas psicógenos como productores de síntomas fue abriendo paso al desarrollo de una teoría etiológica más diferenciada de las neurosis. Todo esto se convirtió en el punto de partida del psicoanálisis, al que se dedicó ininterrumpidamente el resto de su vida.

[3] Carl Gustav Jung (Nació en Kesswil – Suiza – 26 de julio de 1875;  Murió en Küsnacht el  6 de junio de 1961).  Médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis; posteriormente, fundador de la escuela de psicología analítica, también llamada psicología de los complejos y psicología profunda.

[4]  Vladímir Serguéyevich Soloviov (del ruso: Владимир Сергеевич Соловьёв), también conocido con la transcripción de su nombre como Vladímir Soloviev (la trascripción que él mismo usó en sus trabajos o correspondencia escritos en francés o inglés), o Vladimiro Solovief (1853 – 1900) fue un filósofo, teólogo, poeta, escritor y crítico literario ruso. Fue uno de los más grandes pensadores religiosos rusos de finales del siglo XIX. Se convirtió en el autor de varios conceptos y teorías (sobre Dios-hombría, panmongolismo, etc.), que aún son ampliamente estudiados por los filósofos rusos.  Estudió filosofía y ciencias en Moscú, teología en San Petersburgo y literatura inglesa en Londres. Fue profesor en la Universidad Estatal de Moscú. Entre sus obras, cabe citar La crisis en la filosofía occidental (1874), Principios filosóficos del conocimiento integral(1877), Lecturas sobre Dios-humanidad (1878) y Tres diálogos (1900), Las bases espirituales de la vida (1882-1884), Rusia y la Iglesia Universal(1889), China y Europa (1890), El sentido del Amor (1892-1894), Justificación del bien  (1894 – 1897), Bizantismo y Rusia (1896).

[5] Vladimir Soloviev.  El sentido del amor.  Hay una traducción del libro al español realizada por Evgeny Shishkin en edición digital.  De venta en amazon.com

[6] Wilhelm Reich.  La función del orgasmo.  Paidos Ibérica, Barcelona; 2010

[7] Louis J. Kaplan.  Perversiones Femeninas.  Buenos Aires : Paidós, 1994

[8] Julius Evola, seudónimo del barón Giulio Cesare Andrea Evola (Nació en Roma, 19 de mayo de 1898 – Murió en Roma el 11 de junio de 1974).  Esoterista e ideólogo italiano. Gran figura aristocrática de la derecha tradicionalista italiana, Giulio Cesare Andrea Evola (que adoptará el nombre de Julius por admiración por la Roma antigua), nace en el seno de una familia de la pequeña nobleza siciliana. Iniciado en los estudios de ingeniería, rápidamente renuncia a ellos para consagrarse a las artes y al estudio de las grandes doctrinas filosóficas.     Entre sus obras se encuentran:  El individuo y el devenir del mundo (1926),    El hombre como potencia (1927),  Teoría del Individuo Absoluto (1927),  Rivolta contro il mondo moderno (1934),   La doctrina del despertar (1943), El yoga de la potencia (1949), La Metafísica del sexo (1958), Cavalgar el tigre (1961), El camino de Cinabrio  (1963), entre otros.

[9] Julius Evola, Metafísica del sexo.  Ed. Jose J. de Olañeta, Madrid; 2005

[10] Massimo Scaligero, seudónimo de Antonio Massimo Scabelloni (1906 – 1980).  Periodista y esoterista italiano.  Formado en humanidades, las complementó con conocimientos lógico-matemáticos y filosóficos y con una práctica empírica de la física.   Estudioso de la obra de Rudolf Steiner, también se vió influido por las ideas de Julius Evola y del filósofo Giovanni Gentile,  particularmente por este último por la distinción entre «pensamiento pensante» y «pensamiento pensado» y por el «idealismo actual» de Gentile como «puro acto de pensar que piensa».   Elaboró una síntesis personal a través del yoga y el estudio de doctrinas orientales en las que el pensamiento, el «acto de pensar» y el «yo» se sitúan como base de una gnoseología de carácter espiritualista y esotérico.

[11] Massimo Scaligero.  Dell Amore inmortale.  Editoriale Tilopa, Roma; 1982

[12] Massimo Scaligero.  Graal.  Saggio sul Sacro Amore.  Editoriale Tilopa, Roma; 1982

[13] El término original en italiano es Brama, que podría traducirse como deseo intenso, sed de  (ej: riqueza), afán por (lograr, alcanzar).  Es decir conlleva un elemento de inquietud interior.

NOTA: 

Publicado originalmente en la plataforma digital Medium (www.medium.com) el 21 de Junio de 2018. 

Traducido del italiano y publicado en ADMAC con el permiso del autor.

Puede accederse al artículo original en el siguiente enlace: 

Teorie sessuali psicanalitiche e Metafisica dell’Eros

Traducción del italiano:  Carlos Andrés Guío

Sobre el autor

Piero Priorini

Profesional en Derecho (1974) y en Psicología (1983) por la Universidad La Sapienza de Roma. Formación en psicología profunda en el Instituto Junguiano G.A.P.A. (Gruppo Autonomo Psicologia Analitica). Trabaja como psicoanalista junguiano autónomo desde el año 1976. A lo largo de los años ha asistido a cursos de formación en Sexología, Bioenergética, Psicología Transaccional e Hipnosis.

La antroposofía ha ocupado un lugar central en su vida desde la década de los 70 como materia de estudio y práctica interior. Tuvo la oportunidad de ser un estudiante del antroposofo italiano Massimo Scaligero.  

Autor de varios libros entre los que se destacan:  “Per una nuova psicoterapia. La strada dell’antroposofia per l’umano di oggi e del futuro”, y “La realtà della realtà. L’avventura della conoscenza tra percezione e concetto”, que se ocupan de  aspectos fundamentales  para una psicoterapia orientada desde la antroposofía.  Igualmente es autor de numerosos artículos en el ambito de la psicoterapia.

Vive en Roma.

https://www.pieropriorini.it/

https://medium.com/@pieropriorini

 

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